miércoles, 17 de febrero de 2010

El título tentativo es: Los espacios públicos


1.


A pesar de lo que decanta el sentido común, la contrariedad del imaginario, un hombre inflado a penas puede mover los pies del suelo, en cambio el muchacho enjuto, el hombre débil, parece estar volando cuando se contorsiona en el asiento de atrás del auto, donde duerme ahora, mientras el resto de los muchachos todavía está en la fiesta.
Yo, muy a mi pesar, salgo a fumar un cigarrillo y escucho los pájaros que de un momento a otro cantan cuando el día empieza a clarear. Me viene al recuerdo el haber identificado un pájaro rojo para una muchacha plena de rulos, una sola vez me bastó decirlo: referirme al churrinche, ‹ese pajarito que se apoya en el techo, que estamos mirando›. La contrariedad de comprender que la muchacha a penas sabía si creerme o no, quizás fastidiada por no saber que creer o no de los hombres. Muy a mi pesar por encontrarme todavía en la calle, tan tarde y un tanto vacío de espíritu tener que emprender la vuelta, y antes ocuparme en saludar a los que conozco. Pero me puse a hacer pis y apoyado en un árbol, me encontré con un perro limpio y con collar que también estaba descargando lo suyo. Terminé de hacer, un tanto inquieto por que el perro con correa puede estar acompañado por un temerario controlador de los espacios urbanos. Una columna que había leído en un diario por la mañana, ponía en la misma bolsa a los impertinentes conductores de autos, los ineptos trabajadores municipales, los corruptos políticos de turno y los que hacemos pis en un arbolito los fines de semana. Pensé que quizás el escritor o el opinador bien podía salir a caminar por la mañana o si no él, cualquier lector, sé que este tiene muchos, así compenetrados por la falta de voluntad, henchidos de un orgullo mal confeccionado decidirse por el lado de lo irrelevante. Así que terminé de hacer pis, y miré alrededor, pero no había nadie más que el perro y yo y el muchacho que duerme en el asiento de atrás del auto. Revisé la correa del perro y encontré una chapita. Leí el nombre, una perra en realidad, Mónica y debajo un número de teléfono. Se me ocurrió, además de la espontánea buena voluntad, como una tarea entretenida para terminar con la noche o como se dice, para vencer al sueño. Me acerqué a Mónica para que me conociera y pudiera confiar en mí, le acaricié el hocico y le hablé de cualquier cosa, charlé un rato con ella y con suerte, tomó cariño por mí, y no hizo a correr para ninguna parte. Pensé que si la chapita además pusiera la dirección, sería menos mi apuro por devolver al animal, y me sentiría más tranquilo. Pero marqué el número de teléfono en el celular y llamó cuatro veces hasta que se enchufó el contestador: ‹esta es la casa del escritor, opinador, científico social, Alberto Desiliév. Por favor, deje su mensaje después del tono›. Todo estaba resultando como me lo había figurado. El señor Desiliév, estaría todavía buscando a su mascota, quizás cerca de donde estábamos Mónica y yo, la fiesta y el muchacho contorsionado. Así que decidí dar una vuelta a la manzana mientras encendí otro cigarrillo. A las seis de la mañana, con el día a penas crujiendo, me imaginé al señor Desiliév voceando en los recodos del barrio el nombre de su perra, y por qué no, imaginando el destino del can, escribiendo mentalmente su próxima columna, una analogía de la argentina perdida, aquel mundo de su juventud arruinado por el desencanto de los adelantos tecnológicos y las malas influencias regionales. Dos fuerzas antagónicas, el perro y la desorientación, el país y el deterioro de las instituciones. Pero no encontré al Profesor Desiliév y al encontrarme otra vez dónde había empezado, volví a marcar el número de teléfono y esperé a que me atendiera alguien: otra vez, el contestador con la monótona voz de Desiliév. Esta vez, me decidí a dejar un mensaje. Mi voz resonando vacía en la casa del Señor Desiliév, me hizo pensar, sin sentido creo, en una muchacha a la que el aire de mar sólo le produce sueño, o cansancio, ‹lógico, la melancolía contemplativa a esta muchacha la noquea o cómo dijo aquel chofer de la trafic que me llevó desde la terminal hasta el mar: esto es mejor, que cualquier psiquiatra o cualquier pastilla›. Pero nada de esto tiene que ver con el hecho de la crónica. Estoy atado al perro, esperando que mi teléfono suene. Uno de los amigos que sale de la fiesta, se acerca donde estoy yo. ‹Esta perra la conozco, es Mónica›. ‹¿cómo?› le digo. ‹Es uno de los perros que paseo›. ‹Está perdida›. ‹Vamos, yo sé dónde vive, la llevamos›. Le explico que llamé pero que no hay nadie, ‹vamos igual›. Si, pero… ‹¿lo conocés a Desiliév? No confío mucho y devolverle el perro, lo perdió, que se yo…›. ‹No tenés idea, debe estar arruinado ese tipo, si Mónica es cómo la mujer, me paga para que la pasee sola, no quiere que se le acerquen otros perros, tiene miedo de que…, me entendés›. ‹Con más razón, pero no voy a hacerle un mal tampoco, la llevamos›.
Mientras caminamos a lo de Desiliév, me acuerdo de una señora mayor a la que conozco y es mi vecina, por que ésta es una de sus lectoras y sé que también lo escucha por la radio. Si mientras la ayudo a bajar las escaleras, no deja de repetir: ‹Qué hombre preparado este Desiliév, opina lo mismo que yo›.


2.


La casa de Desiliev es uno de esos largos pasillos con un patio intermedio, una sala grande y cómoda, con sillones, alfombras, cantidad de cuadros de diferentes tamaños y una mesa más chica en el recibidor. Me llamó la atención ver la correspondencia de Desiliév adentro de un florero de vidrio y sus maneras no fueron tan exacerbadas, expresó agradecimiento. Estaba efusivo, realmente había pasado un mal momento. Pude ver que tenía ante mí, antes que nada a un viejo militante de la beatlemanía. Casi no dije una palabra, la mayoría del asunto que no duró más de tres minutos, fueron sus gestos teatrales y yo agregando ‹muy bien›. Pero al final, le pude contar acerca de mi vecina, y me dio una carta autografiada, algo que tiene listo para estas ocasiones, un tipeo extraordinario que empieza con “Querida amiga”. Después pensé, ‹¿por qué no hacerle una crítica de la columna? Porque hay que madurar y además él ya lo sabe›. Mi amigo, el paseador, me parece que sacó más provecho del asunto.

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